Es de noche desde hace unas cuantas horas y no queda mucha gente por la calle; voy paseando sólo, como es habitual últimamente, pensando en mis cosas, como es habitual para todo el mundo, distraído, pisando quizás mierdas de perro o cosas peores, no lo sé, y escucho el claxon de un coche tras de mí que suena dos o quizás tres veces. Sigo adelante sin más, voy fumando un cigarrillo, a lo mío, quizás tarareando una canción asquerosamente pegadiza o igual me estoy fijando sorprendido en las pocas ventanas que quedan iluminadas para la hora que debe ser, no sabría decir. A quién le importa en qué va pensando la gente cuando sale a dar un paseo precisamente para no pensar. Vuelve a sonar el claxon, insistiendo, quizás esté pasando algo. Aquellos que tocan el pito de sus coches tan alegremente deberían procurar metérselo antes por el culo. Me giro para mirar por curiosidad, sin detenerme, para ponerle cara al ansioso, solo porque ha conseguido sacarme molestamente de mi abstracción, y veo un coche parado en la salida de una gasolinera fuera de servicio. Sus faros me iluminan tenuemente a lo lejos pero no me dejan ver al ocupante. Tampoco reconozco el coche, pero, al momento, del asiento trasero sale una persona que comienza a agitar la mano. Empiezo a dudar si realmente la llamada es para mi y el conductor «pito fácil» terminará siendo un familiar o uno de mis amigos degenerados. Lanzo a la calzada la colilla casi extinta del cigarrillo. No distingo nada a esa distancia, me paro, me cubro con la mano por encima de los ojos para evitar que me deslumbre la luz pero solo veo la silueta de un brazo oscilando en lo alto. Algo dubitativo, tímidamente, comienzo a acercarme al coche; no, no puede ser para mí, pero joder, me está llamando, no hay nadie más en la acera. Pienso que probablemente se han perdido y no saben llegar a tal o cual sitio. Me acerco decidido, casi distingo otras tres personas dentro del coche y música que proviene del interior, suena contundente. El hombre que está fuera ya no agita la mano, permanece esperando tras la puerta trasera, me parece exageradamente alto ahora. Con la mano todavía cubriéndome los ojos digo: – ¿Hola?- Inmediatamente se oye un ruido fortísimo, como el reventón de una rueda, y sin apenas tiempo a reaccionar escucho lo que, demasiado tarde, intuyo se trata de un segundo disparo procedente de la escopeta recortada que, ahora lo veo, empuña el hombre altísimo. Nada más, solo un silencio sordo y algo parecido a una especie de temblor interno; la sensación de pérdida de control sobre el propio cuerpo, de frío, de tiempo detenido… El coche se aleja y mucho me temo que estoy sencilla y estúpidamente muerto.